En torno al acto de narrar hay preguntas  inquietantes: ¿Cuál habrá sido la primera historia que se contó? ¿Quién  fue ese primer relator y quiénes fueron sus primeros oyentes? Hace unos  días leí que ciertos antropólogos de la Universidad de Duke, en los  Estados Unidos de América, estimaban que el hombre de Neanderthal, que  habitó la Tierra hace más de cuatrocientos mil años, poseía el don de la  palabra. Entonces se me ocurrió que a partir de esa novedad se podría  orquestar una posible respuesta. Para ello habrá que retroceder hasta  una tribu de Neanderthal, una noche en especial.                        
El fuego, recién descubierto, da calor a los  hombres y mujeres de esa tribu. Todos están alrededor de las llamas  mágicas celebrando el fin de otra jornada. A la mañana de ese mismo día,  los hombres habían partido de caza en busca de alimentos. Las mujeres,  en tanto, cuidaban a sus críos. Ahora, que el sol ya se fue, es tiempo  de descanso y de contar las experiencias del día. Cada hombre dice cómo  atrapó a la presa que perseguía. No saben mentir. Para uno de esos  hombres la caza había sido un fracaso. Cuando llega su turno, no tiene  proezas para contar. Entonces decide inventarlas. Miente, pero lo hace  tan bien que transforma a esa mentira en una historia apasionante, bella  y verosímil. Aquella noche, sin saberlo, ese anónimo hombre de  Neanderthal acababa de inventar la literatura.
Más allá de esta fantasía, está claro que el cuento, la  acción de contar, parece haber estado desde siempre en la historia de  los seres humanos. Gracias a su habilidad para interpretar el sueño de  los otros, para contarlos, José, hijo de Jacob, salvó su vida y obtuvo  los privilegios del Faraón. La princesa Sherezade utilizó una fórmula  parecida. Noche a noche le traía una nueva historia al rey Sahriyar y se  la relataba como sólo ella sabía hacerlo; de ese modo evitó el cuchillo  del verdugo. Las hazañas de José están debidamente desarrolladas entre  los capítulos 37 y 50 del “Génesis”, también podemos leerlas en la  célebre tetralogía de Thomas Mann: “José y sus hermanos”.  La epopeya de  Sherezade la encontraremos en “Las mil y una noches”; es ella quien la  narra.
Ser un hábil contador de historias, como se ve, tiene  sus beneficios. No obstante, en aquellos viejos tiempos, a la voz  “contar”, que deriva del latín computare, se le otorgaba un  significado exclusivamente matemático: numerar, enumerar, calcular.  Existían otros modos de nombrar a esas narraciones que una tarde remota  un cazador mentiroso inventara junto al fuego. Fábulas, le decían, o  fablillas o apólogos o proverbios o hazañas. Hubo que esperar hasta el  año 1140 para que el verbo contar se empleara, por fin, como sinónimo de  narrar. “Cuentan gelo delant”, se lee en “Cantar del Mio Cid”. Sin embargo, a lo largo del poema ni una sola vez aparece la palabra “cuento”.
Un siglo más tarde, España, Italia e Inglaterra le iban a  dar definitiva entidad al cuento en Occidente y, a su vez, instaurarían  definitivamente la lengua de cada uno de esos países. En el año 1335 el  Infante Juan Manuel publica El conde Lucanor; en el año 1353 se conoce el Decamerón, de Giovanni Boccaccio, y en el año 1400 Geoffrey Chaucer, presenta Los cuentos de Canterbury.  Para escribir sus relatos, el Infante Juan Manuel, Boccaccio y Chaucer  prescidieron del latín, la única lengua culta admitida en la Europa de  aquellos años, y eligieron lenguas vulgares: el reciente castellano con  el que se cantaban las canciones de gesta, el dialecto toscano que  hablaba la gente de Florencia y el inglés que utilizaba la plebe por las  calles de Londres; en la corte de Henry IV aún se hablaba en francés.
Más allá de la lengua que elijamos, aquella buena  costumbre de narrar, acaso inaugurada por una anónima criatura de  Neanderthal, sigue vigente con la fuerza del primer día. Es esencial no  abandonar el hábito. Pensemos por un instante qué pasaría con nosotros,  simples seres humanos, si de pronto dejásemos de contar y escuchar  historias.
Publicado en Suplemento Literario de Telam